Era
un tipo difícil de mirar. Bien fuese por delante, por detrás o por los lados.
El caso es que no siempre fue así. No es que de niño hubiera sido modelo de
anuncio televisivo, pero tampoco llamaba la atención por lo contrario. Pasaba desapercibido,
vamos.
No
recuerda ni cómo ni cuándo empezó la metamorfosis, o el encapullamiento, como
él lo llama, porque en su caso se invirtió el proceso, pasó de mariposa a
capullo en lugar de suceder al contrario.
Los
que le conocieron de joven aseguran que por aquel entonces no prometía lo que
se avecinaba. Por ejemplo el pelo. En sus años mozos tenía un pelo castaño
oscuro, bastante uniforme, que peinaba con raya al lado, creo que al izquierdo.
Hoy la raya se ha convertido en autopista de varios carriles; de acuerdo, les
pasa a muchos, pero es que en su caso la autopista la cruzan de cuando en
cuando varios arbustos rodantes del desierto de un lado a otro, dependiendo de dónde
sople el aire. Y eso ya no es tan normal.
La
autopista desemboca, o diríamos mejor, se abre, cual estuario, en una vasta
frente en la cual algunos creen ver una sucesión de olas en un mar tormentoso,
mientras que otros distinguen con claridad los profundos surcos cavados por
Deméter, o quizá por Cronos, no sé.
Si
se finaliza el surfeo por la parte central es preciso cambiar la tabla por una
de snowboard, o por un par de esquíes, depende de las habilidades de cada cual
a la hora de afrontar la rampa de lanzamiento del campeonato de saltos. Una
rampa terriblemente larga y empinada que termina en un trampolín respingón que
señala directamente al cielo. Éste sería un detalle gracioso si no fuera porque
esta forma de presentación permite ver, a quien tenga la osadía de mirarle de
frente, las dos profundas cavernas que se abren en el plano cortado a pico,
justo debajo del respingue. Enormes oscuridades inhalantes en cuyos bordes
inferiores nacen, no sé si producto de su abandono generalizado o por propia
voluntad del monstruo, un enramado hirsuto de alambres retorcidos, a medio camino
entre el acero canoso y el amarillo sucio de la nicotina; de un tamaño que le
tapan por completo el labio superior introduciéndose voraces dentro de la boca,
a modo de serpientes gorgonas, en busca de restos de comida.
Pero
antes de seguir describiendo esa apestosa bocamina, debemos fijarnos en los
objetos que tiene a los lados de la cabeza, donde la mayor parte de la gente
suele tener las orejas. Este personaje, ¡no! Me niego a considerarlo. Eso no
son orejas. No digo que no cumplan la misma función de proteger el oído, captar
las ondas sonoras y sujetar las gafas. Puede que sí. Pero esas cosas, si se
pone, también las puede hacer un policía municipal y no es una oreja, es un
señor. Y es que las orejas de este tipo tienen forma de cabina de noria, pero
no de una noria cualquiera, no. Me recuerdan a la súper noria que está en
Londres, al lado del Támesis. Con esas cabinas largas, acristaladas, con forma
de baúl transparente de la Piquer. La circunstancia de que, además estén
colocadas a diferentes alturas, estimula aún más la sensación que la noria está
girando.
Los
ojos serían la parte de la cara más normal de este interfecto si no fuera por
lo inquietantes que son. Y es que en sí mismos, cada uno por separado no están
mal, son incluso casi bonitos. Lo malo es que cuando los juntas te das cuenta
que no pueden ser más diferentes el uno del otro. El izquierdo es añil tirando
a violeta mientras que al derecho es color camiseta de la selección brasileña.
Tienen además la singularidad de que mientras el uno mira para Pamplona, el
otro lo hace hacia Tudela. Podría ser capar de leer dos libros al mismo tiempo.
Si el izquierdo te mira con cariño, el derecho te odia. Cuando uno te pide con
humildad, el otro te exige con soberbia. La generosidad sonriente del uno se
torna en huraña tacañería en el opuesto. La gente no sabe a qué carta quedarse
cuando habla con él y le miran a los ojos; lo que dice en palabras lo confirma
con el izquierdo y lo reniega con el derecho. El único nexo de unión entre
ambos faros tan dispersos es el alar piloso que les cubre, a modo de corona de
espinas, de sien a sien.
Cualquiera
podría pensar que un fulano así, físicamente desgraciado, con un carácter
aparentemente alimonado, huraño y más asocial que un tigre de bengala, sería
constantemente rechazado en cualquier estamento. Y sin embargo no es así.
El
secreto está en su voz, en la palabra. Cuando despega los labios el mundo no
para, simplemente se calla, desaparece el bullicio, el ruido del tráfico, el
canto de los pájaros, todo, incluso el silencio se acerca y escucha. Es el tono
que te acaricia, la cadencia tan armónica, la musicalidad que imprime a todo lo
que dice, aunque hable de fútbol, la tesitura, el timbre, ya utilice los graves
o los agudos. Jamás experimenté una sensación similar a la del día que nos
conocimos. Su monstruosa fealdad me produjo un rechazo instantáneo e
incontenible. Entonces él dijo un simple “buenos
días”. Y el mundo cambió. Y los días, efectivamente, comenzaron a ser
buenos.
Nunca
le oí cantar. Él dice que no sabe. Yo creo que los dioses se lo prohíben. Temen
que suceda algo parecido a la leyenda de las sirenas y que el mundo pueda
navegar hacia el naufragio solo por poder escucharle.
Bien.
Espero que ahora comprenda mejor el motivo de que sea su esposa y esté
completamente enamorada. Debajo de esa máscara horrible se esconden la verdad,
la bondad y la belleza que solo se dejan ver a través de la poesía que destila
por su boca.
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