miércoles, 12 de abril de 2017

POESÍA



Era un tipo difícil de mirar. Bien fuese por delante, por detrás o por los lados. El caso es que no siempre fue así. No es que de niño hubiera sido modelo de anuncio televisivo, pero tampoco llamaba la atención por lo contrario. Pasaba desapercibido, vamos.

No recuerda ni cómo ni cuándo empezó la metamorfosis, o el encapullamiento, como él lo llama, porque en su caso se invirtió el proceso, pasó de mariposa a capullo en lugar de suceder al contrario.

Los que le conocieron de joven aseguran que por aquel entonces no prometía lo que se avecinaba. Por ejemplo el pelo. En sus años mozos tenía un pelo castaño oscuro, bastante uniforme, que peinaba con raya al lado, creo que al izquierdo. Hoy la raya se ha convertido en autopista de varios carriles; de acuerdo, les pasa a muchos, pero es que en su caso la autopista la cruzan de cuando en cuando varios arbustos rodantes del desierto de un lado a otro, dependiendo de dónde sople el aire. Y eso ya no es tan normal.

La autopista desemboca, o diríamos mejor, se abre, cual estuario, en una vasta frente en la cual algunos creen ver una sucesión de olas en un mar tormentoso, mientras que otros distinguen con claridad los profundos surcos cavados por Deméter, o quizá por Cronos, no sé.

Si se finaliza el surfeo por la parte central es preciso cambiar la tabla por una de snowboard, o por un par de esquíes, depende de las habilidades de cada cual a la hora de afrontar la rampa de lanzamiento del campeonato de saltos. Una rampa terriblemente larga y empinada que termina en un trampolín respingón que señala directamente al cielo. Éste sería un detalle gracioso si no fuera porque esta forma de presentación permite ver, a quien tenga la osadía de mirarle de frente, las dos profundas cavernas que se abren en el plano cortado a pico, justo debajo del respingue. Enormes oscuridades inhalantes en cuyos bordes inferiores nacen, no sé si producto de su abandono generalizado o por propia voluntad del monstruo, un enramado hirsuto de alambres retorcidos, a medio camino entre el acero canoso y el amarillo sucio de la nicotina; de un tamaño que le tapan por completo el labio superior introduciéndose voraces dentro de la boca, a modo de serpientes gorgonas, en busca de restos de comida. 

Pero antes de seguir describiendo esa apestosa bocamina, debemos fijarnos en los objetos que tiene a los lados de la cabeza, donde la mayor parte de la gente suele tener las orejas. Este personaje, ¡no! Me niego a considerarlo. Eso no son orejas. No digo que no cumplan la misma función de proteger el oído, captar las ondas sonoras y sujetar las gafas. Puede que sí. Pero esas cosas, si se pone, también las puede hacer un policía municipal y no es una oreja, es un señor. Y es que las orejas de este tipo tienen forma de cabina de noria, pero no de una noria cualquiera, no. Me recuerdan a la súper noria que está en Londres, al lado del Támesis. Con esas cabinas largas, acristaladas, con forma de baúl transparente de la Piquer. La circunstancia de que, además estén colocadas a diferentes alturas, estimula aún más la sensación que la noria está girando.

Los ojos serían la parte de la cara más normal de este interfecto si no fuera por lo inquietantes que son. Y es que en sí mismos, cada uno por separado no están mal, son incluso casi bonitos. Lo malo es que cuando los juntas te das cuenta que no pueden ser más diferentes el uno del otro. El izquierdo es añil tirando a violeta mientras que al derecho es color camiseta de la selección brasileña. Tienen además la singularidad de que mientras el uno mira para Pamplona, el otro lo hace hacia Tudela. Podría ser capar de leer dos libros al mismo tiempo. Si el izquierdo te mira con cariño, el derecho te odia. Cuando uno te pide con humildad, el otro te exige con soberbia. La generosidad sonriente del uno se torna en huraña tacañería en el opuesto. La gente no sabe a qué carta quedarse cuando habla con él y le miran a los ojos; lo que dice en palabras lo confirma con el izquierdo y lo reniega con el derecho. El único nexo de unión entre ambos faros tan dispersos es el alar piloso que les cubre, a modo de corona de espinas, de sien a sien.

Cualquiera podría pensar que un fulano así, físicamente desgraciado, con un carácter aparentemente alimonado, huraño y más asocial que un tigre de bengala, sería constantemente rechazado en cualquier estamento. Y sin embargo no es así. 

El secreto está en su voz, en la palabra. Cuando despega los labios el mundo no para, simplemente se calla, desaparece el bullicio, el ruido del tráfico, el canto de los pájaros, todo, incluso el silencio se acerca y escucha. Es el tono que te acaricia, la cadencia tan armónica, la musicalidad que imprime a todo lo que dice, aunque hable de fútbol, la tesitura, el timbre, ya utilice los graves o los agudos. Jamás experimenté una sensación similar a la del día que nos conocimos. Su monstruosa fealdad me produjo un rechazo instantáneo e incontenible. Entonces él dijo un simple “buenos días”. Y el mundo cambió. Y los días, efectivamente, comenzaron a ser buenos. 

Nunca le oí cantar. Él dice que no sabe. Yo creo que los dioses se lo prohíben. Temen que suceda algo parecido a la leyenda de las sirenas y que el mundo pueda navegar hacia el naufragio solo por poder escucharle. 

Bien. Espero que ahora comprenda mejor el motivo de que sea su esposa y esté completamente enamorada. Debajo de esa máscara horrible se esconden la verdad, la bondad y la belleza que solo se dejan ver a través de la poesía que destila por su boca.

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